domingo, 9 de noviembre de 2014

Berlín, capital de la diéresis

Una ciudad entre muros

Lánguidamente cae la tarde en nuestra llegada a Schönefeld, una de las puertas de entrada a Berlín. El nombre del aeropuerto situado en la ciudad del mismo nombre me hace recordar la importancia de ‘practicar la diéresis’, para lo cual el arrollador señor Mc Namara, interpretado por el gran James Cagney, requería los servicios de su exuberante secretaria Fräulein Ingeborg  (Liselotte Pulver) en la vibrante Uno, dos, tres, una mordaz y absolutamente desternillante creación donde el maestro Billy Wilder nos ofrece su caustica visión de la llamada guerra fría. Una película rodada en 1961 meses antes de la construcción del muro en Berlín por orden de las ‘autoridades del este’, uno de los eufemismos que dividieron Europa durante buena parte del siglo XX entre ‘buenos’ y ‘malos’ según quién escribiera la historia, que al final siempre concluyen los vencedores para situar la diéresis donde mejor les conviene. El ingenio del cineasta más cínicamente lúcido de la historia de Hollywood consiguió unir con el cemento del humor un Berlín ya dividido de facto en aquella época, una ciudad que el joven Wilder se vio obligado a abandonar en los años 30 cuando Hitler empezaba a construir los primeros muros del horror en la ciudad y en toda Europa. La ahora capital alemana atesora un endémico carácter autodestructivo, masoquista y, al mismo tiempo, moderno, ecléctico, acogedor y eterno en medio del mayor parque temático europeo de los errores de la historia, que resulta de visita imprescindible para mitómanos del siglo XX como es mi caso.




Nuestro primer destino es la sede del antiguo cuartel general de la GESTAPO, la Geheime Staatspolizei, asolado por los bombardeos aliados al final de la guerra es hoy un vestigio arqueológico de la cruel policía secreta del estado, que sembró el terror en los territorios ocupados por el Reich alemán. Sin posibilidad de visita se esconde bajo un parque infantil la última guarida del dirigente mundial que más dolor, sufrimiento y muerte ha causado jamás dentro de una orquestada maquina criminal. El búnker donde Adolf Hitler acabó sus días no está abierto al público, pero su emplazamiento es bien conocido en el vecindario del barrio de Mitte.  Más allá del Checkpoint Charlie,  el famoso puesto fronterizo entre el este y el oeste donde se intercambiaban espías hoy convertido en gran atractivo turístico, nos adentramos en el este tras flanquear la puerta de Brandemburgo. En la Marx-Engels Platz se elevaba el gran Palacio de la República, macro espacio multiusos ‘setentero’ que llegó albergar el parlamento de la RDA, restaurantes, cafeterías y una bolera para las familias del partido. Una obra que los dirigentes orientales construyeron sobre los solares del antiguo Palacio Real, que fue destruido a su vez tras ser considerado por la ortodoxia comunista como un ‘símbolo del imperialismo prusiano’. El complejo, que aún pudimos recorrer fugazmente en nuestra visita, resultó ser un edificio enfermo a causa de los deficientes materiales usados en su construcción. Todo un patético paralelismo con la estructura del régimen filosoviético liderado por el servil Erick Honecker, y como él desmantelado pieza a pieza con la reunificación alemana. Otro edificio no tan visitado por el gran público, situado en las profundidades del Berlín este, es la sede central de la STASI, la policía del pueblo que convirtió a cada ciudadano en un enemigo potencial del estado y, simultáneamente, en un obligado confidente de esta telaraña que se extendió por el país hasta prohibir la privacidad en la República Democrática Alemana, como quirúrgicamente desgrana La Vida de los Otros de Florian Henckel, una película indispensable para conocer los funestos métodos de aquellos espías al servicio del socialismo real. 




Nuestra búsqueda se complica con un nuevo objetivo, acceder a la cárcel de la STASI, un oscuro y secreto centro de internamiento de presos políticamente molestos inaugurado por los nazis, masificado por las crueles técnicas soviéticos y siniestramente modernizado por los berlineses del este. El trayecto permite comprobar como a pesar de la unificación aún existen dos ‘berlines’. La parte oriental más alejada de la emblemática Torre de la Televisión la forman horrendos bloques de viviendas decrepitamente funcionales al más puro estilo de la arquitectura socialista, donde el único equipamiento social es algún supermercado de la omnipresente cadena Lidl. Tras varios trasbordos en autobús llegamos al que fue el lugar más secreto de la RDA, donde se torturaba y encerraba a los disidentes sin que sus familiares supieran donde estaban. Nos recibe un antiguo preso del centro, hoy convertido en guía turístico pero con poco público, porque la mayoría de visitantes prefiere hacer gasto en las galerías de la populosa avenida Ku'damm, en occidente. Aquí lo único que se puede comprar es alguna postal. Nuestro cicerone nos cuenta que él fue detenido a principios de los 80 por mostrar en público gustos por la música y la estética punk. Por llevar el pelo en forma de cresta (como Koke el conserje de La que se avecina) y escuchar a los Sex Pistols le cayeron cinco años. Un día desapareció sin más y poco después los agentes de la STASI hicieron una amable visita a su madre para convencerla de que era lo mejor para revertir las ‘costumbres decadentes’ su hijo. La mujer, como buena servidora del Estado, accedió a colaborar en los interrogatorios para convencer a su descarriado vástago de que debía volver al regazo del partido y abandonar los depravados gustos del capitalismo, una entrevista que por supuesto fue grabada y transcrita por los servicios de seguridad carcelarios. Las visitas en la prisión, cuya ubicación era un misterio, eran conducidas escondidas en camionetas de venta de frutas u otras mercancías. Es un hecho absolutamente real porque el reo nos mostró su ficha policial donde, con pulcritud germánica, se detallaban todos los hechos aquí narrados. Y está fue la etapa final del centro porque al principio, en los años 40, cuando los soviéticos dominaban la plaza eran pocos los que conseguía sobrevivir a las bajas temperaturas, las palizas y la ausencia de alimentos a la que se sometía a los reclusos. Toda una ciudad del terror escondida entre muros, una costumbre muy berlinesa como es bien sabido. Ahora en 2014 se conmemora la caída del último de ellos, una pared de hormigón que partió por la mitad una ciudad, dos países y dos maneras opuestas de entender la economía y la política. Muchos murieron a manos de la policía fronteriza de Alemania del Este intentado cruzar al llamado ‘mundo libre’, ahora ya solo hay un país: Alemania (sin apellidos) y un sistema: el capitalismo, que cada día es más real y más salvaje contribuyendo a acentuar una división ancestral y no sólo típicamente berlinesa sino de todo el planeta, la desigualdad entre ricos y pobres, eso sí todos unidos por una bandera: la del euro. En la genial cinta de Billy Wilder, el joven proletario idealista cae rendido bajo los influjos de la economía de mercado, que le lleva incluso a adoptar un ‘puerco espín rampante sobre un campo de flor de lis’ como escudo nobiliario, porque al final el dinero siempre triunfa. Habrá que seguir practicando la diéresis.

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