Una ciudad entre muros
Lánguidamente
cae la tarde en nuestra llegada a Schönefeld,
una de las puertas de entrada a Berlín. El nombre del aeropuerto situado en
la ciudad del mismo nombre me hace recordar la importancia de ‘practicar la diéresis’,
para lo cual el arrollador señor Mc Namara, interpretado por el gran James Cagney, requería los servicios de
su exuberante secretaria Fräulein Ingeborg
(Liselotte Pulver) en la
vibrante Uno, dos, tres, una mordaz
y absolutamente desternillante creación donde el maestro Billy Wilder nos ofrece su caustica visión de la llamada guerra fría. Una película rodada en
1961 meses antes de la construcción del muro en Berlín por orden de las ‘autoridades del este’, uno de los
eufemismos que dividieron Europa durante buena parte del siglo XX entre
‘buenos’ y ‘malos’ según quién escribiera la historia, que al final siempre concluyen
los vencedores para situar la diéresis donde mejor les conviene. El ingenio del
cineasta más cínicamente lúcido de la historia de Hollywood consiguió unir con
el cemento del humor un Berlín ya
dividido de facto en aquella época, una ciudad que el joven Wilder se vio obligado a abandonar en
los años 30 cuando Hitler empezaba a
construir los primeros muros del horror en la ciudad y en toda Europa. La ahora
capital alemana atesora un endémico carácter autodestructivo, masoquista y, al
mismo tiempo, moderno, ecléctico, acogedor y eterno en medio del mayor parque
temático europeo de los errores de la historia, que resulta de visita
imprescindible para mitómanos del siglo XX como es mi caso.
Nuestro
primer destino es la sede del antiguo cuartel general de la GESTAPO, la Geheime Staatspolizei, asolado por los bombardeos aliados al final
de la guerra es hoy un vestigio arqueológico de la cruel policía secreta del
estado, que sembró el terror en los territorios ocupados por el Reich alemán. Sin
posibilidad de visita se esconde bajo un parque infantil la última guarida del dirigente
mundial que más dolor, sufrimiento y muerte ha causado jamás dentro de una
orquestada maquina criminal. El búnker donde Adolf Hitler acabó sus días no está abierto al público, pero su
emplazamiento es bien conocido en el vecindario del barrio de Mitte.
Más allá del Checkpoint Charlie, el famoso puesto fronterizo entre el este
y el oeste donde se intercambiaban espías hoy convertido en gran atractivo
turístico, nos adentramos en el este tras flanquear la puerta de Brandemburgo.
En la Marx-Engels Platz se elevaba el
gran Palacio de la República, macro
espacio multiusos ‘setentero’ que llegó albergar el parlamento de la RDA, restaurantes, cafeterías y una
bolera para las familias del partido. Una obra que los dirigentes orientales construyeron
sobre los solares del antiguo Palacio
Real, que fue destruido a su vez tras ser considerado por la ortodoxia
comunista como un ‘símbolo del imperialismo prusiano’. El complejo, que aún
pudimos recorrer fugazmente en nuestra visita, resultó ser un edificio enfermo a
causa de los deficientes materiales usados en su construcción. Todo un patético
paralelismo con la estructura del régimen filosoviético
liderado por el servil Erick Honecker,
y como él desmantelado pieza a pieza con la reunificación alemana. Otro
edificio no tan visitado por el gran público, situado en las profundidades del Berlín
este, es la sede central de la STASI,
la policía del pueblo que convirtió a cada ciudadano en un enemigo potencial
del estado y, simultáneamente, en un obligado confidente de esta telaraña que
se extendió por el país hasta prohibir la privacidad en la República Democrática Alemana, como quirúrgicamente desgrana La Vida de los Otros de Florian Henckel, una película
indispensable para conocer los funestos métodos de aquellos espías al servicio
del socialismo real.
Nuestra búsqueda se complica con un nuevo objetivo,
acceder a la cárcel de la STASI, un
oscuro y secreto centro de internamiento de presos políticamente molestos
inaugurado por los nazis, masificado por las crueles técnicas soviéticos y
siniestramente modernizado por los berlineses del este. El trayecto permite
comprobar como a pesar de la unificación aún existen dos ‘berlines’. La parte oriental más alejada de la emblemática Torre de la Televisión la forman horrendos
bloques de viviendas decrepitamente funcionales al más puro estilo de la
arquitectura socialista, donde el único equipamiento social es algún
supermercado de la omnipresente cadena Lidl.
Tras varios trasbordos en autobús llegamos al que fue el lugar más secreto
de la RDA, donde se torturaba y
encerraba a los disidentes sin que sus familiares supieran donde estaban. Nos
recibe un antiguo preso del centro, hoy convertido en guía turístico pero con
poco público, porque la mayoría de visitantes prefiere hacer gasto en las
galerías de la populosa avenida Ku'damm,
en occidente. Aquí lo único que
se puede comprar es alguna postal. Nuestro cicerone nos cuenta que él fue
detenido a principios de los 80 por mostrar en público gustos por la música y
la estética punk. Por llevar el pelo
en forma de cresta (como Koke el
conserje de La que se avecina) y
escuchar a los Sex Pistols le
cayeron cinco años. Un día desapareció sin más y poco después los agentes de la
STASI hicieron una amable visita a
su madre para convencerla de que era lo mejor para revertir las ‘costumbres
decadentes’ su hijo. La mujer, como buena servidora del Estado, accedió a
colaborar en los interrogatorios para convencer a su descarriado vástago de que
debía volver al regazo del partido y abandonar los depravados gustos del
capitalismo, una entrevista que por supuesto fue grabada y transcrita por los
servicios de seguridad carcelarios. Las visitas en la prisión, cuya ubicación
era un misterio, eran conducidas escondidas en camionetas de venta de frutas u
otras mercancías. Es un hecho absolutamente real porque el reo nos mostró su
ficha policial donde, con pulcritud germánica, se detallaban todos los hechos
aquí narrados. Y está fue la etapa final del centro porque al principio, en los
años 40, cuando los soviéticos dominaban la plaza eran pocos los que conseguía
sobrevivir a las bajas temperaturas, las palizas y la ausencia de alimentos a
la que se sometía a los reclusos. Toda una ciudad del terror escondida entre
muros, una costumbre muy berlinesa como es bien sabido. Ahora en 2014 se
conmemora la caída del último de ellos, una pared de hormigón que partió por la
mitad una ciudad, dos países y dos maneras opuestas de entender la economía y
la política. Muchos murieron a manos de la policía fronteriza de Alemania del
Este intentado cruzar al llamado ‘mundo libre’, ahora ya solo hay un país:
Alemania (sin apellidos) y un sistema: el capitalismo, que cada día es más real
y más salvaje contribuyendo a acentuar una división ancestral y no sólo
típicamente berlinesa sino de todo el planeta, la desigualdad entre ricos y
pobres, eso sí todos unidos por una bandera: la del euro. En la genial cinta de
Billy Wilder, el joven proletario
idealista cae rendido bajo los influjos de la economía de mercado, que le lleva
incluso a adoptar un ‘puerco espín rampante sobre un campo de flor de lis’ como
escudo nobiliario, porque al final el dinero siempre triunfa. Habrá que seguir
practicando la diéresis.
Un parque temático sobre la ciudad de los errores del siglo XX
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