El avión
salió puntual de Barajas. Un monumental Tupolev regalo del pueblo soviético a la revolución cubana, empezó a vibrar de una
manera alarmantemente ensordecedora ante el asombro de los pasajeros y las
sonrisas de indiferencia del personal de cabina. En ese momento comprendimos
por qué volar en Cubana de Aviación
era sensiblemente más barato que con, en aquellos momentos, la omnipresente IBERIA. Pero poco después de tomar su
velocidad de crucero el avión dejó de trastabillar y el ron empezó a correr,
también entre las azafatas y azafatos que se unieron a la fiesta mientras
atravesábamos el Atlántico.
Tomamos
tierra en el destartalado aeropuerto José Martí a primera hora de la tarde, hora local, al salir al exterior fuimos abducidos
por la espesa atmosfera caribeña, con alegría comprobamos que definitivamente habíamos
cambiado de continente. Era verano de 1993 en La Habana, y Cuba estaba en pleno
Período Especial, un estado que no se
declaraba en la isla des del punto álgido de la crisis de los misiles, en 1962. El colapso de la Unión Soviética había dejado
al paraíso comunista caribeño sin su
reina madre, su principal fuente de suministros en el exterior había
desaparecido de un plumazo con la llegada del espabilado Boris Yeltsin. El todopoderoso Estado no podía abastecer a la
población de casi nada, ni siquiera tenía divisas para pagar los fletes de
descarga de un petrolero que reposaba en el puerto frente al Malecón.
El trayecto
hacia el hotel nos sumergió en los años 50, rodeados por ajados Cadillac y
escenas cinematográficamente muy reales de un ciudad hermosa que literalmente
se desmoronaba por falta de mantenimiento, en medio de la increíble
efervescencia de una población amable y acogedora, pulcra y educada
acostumbrada al sufrimiento en nombre de la Revolución y a la picaresca
obligada de la calle para poder sobrevivir día a día como inmediatamente
pudimos comprobar. Traíamos de España mensajes y regalos para un amigo de
referencia que debía aparecer a una hora fijada a la puerta de nuestro hotel,
de nombre Colina. En una época aun
alejada de los derroteros digitales no teníamos más que una breve descripción
física de su aspecto, que respondía al de un chico blanco llamado Ismael, que
debía llevar pantalón oscuro y polo rosa. Horas después de la espera apareció
un joven con la descripción esperada, nos llevó a su casa, donde nos presentó a
su familia, entre ellos una abuela que añoraba los tiempos de Batista, y nos ofreció hacer un viaje
por la isla. Contentos con nuestro contacto volvimos al hotel donde encontramos
al Ismael auténtico desesperado por dar con nuestro paradero. Pudimos recuperar todos
los regalos porque el falso amigo efectivamente nos había llevado a su casa.
Ese día aprendimos que las tiempos son diferentes e inciertos en Cuba, donde
fijar una horario para un encuentro es más bien una ejercicio de fe que un
acuerdo estadístico. Si no hay para
mantequilla como quieres que pase la Guagua, era una expresión muy habanera
que se pronunciaba en las paradas de los autobuses que, supuestamente, servían
de transporte aunque nunca se sabía con certeza cuando iban a pasar y si habría
sitio en su interior. Poco o nada funcionaba a su hora, excepto para los
extranjeros. Años de revolución habían proporcionado educación y sanidad universal y habían impuesto un régimen
de vida por decreto, pero ahora faltaban medicinas, alimentos, combustible,
utensilios de higiene, papel de escritura… de todo.
Para
introducirnos en el circuito del turista disciplinado Sebas, Julián, Juan y yo
mismo, el equipo al completo, tomamos un daiquiri en la famosa Floridita servidos atentamente por Rolando Quiñones quien, según su
particular versión, inventó el famoso combinado aconsejado por el mismísimo Ernst Hemingway, a quién por lo visto
todo el país había conocido en persona. El viaje siguió hacia Guanabo que
mediaba apenas 40 quilómetros de La Habana, una distancia que tardamos varias
horas en recorrer a causa de un pinchazo tras otro que la avezada pareja de
conductores reparaba con presteza mientras sorteaba los profundos socavones,
hermanos mayores de cualquier bache europeo, que horadaban la calzada como un
queso de gruyere. Una vez instalados en nuestras dos casas de acogida gracias a
nuestro amigo Ismael, periodista de profesión y apasionado del cine de Billy Wilder, comenzamos, como es
costumbre, a tomar ron con los vecinos de la cuadra y algunas vecinas que se
mostraban poco tímidas. La bebida jamás se acababa y las historias se sucedían.
Compartimos brindis con excombatientes, llamados ‘los barbudos’ en su época
insurgente, que se batieron por El Che y Camilo Cienfuegos en Sierra Maestra y
entraron triunfantes en Santa Clara.
Junto a
ellos conversaban amigablemente en la misma reunión dos ex presidiarios, uno de
ellos acusado de poseer unos zapatos presuntamente robados y otro de intentar
huir a Miami, el paraíso capitalista al que muchos anhelaban llegar desde las
playas de esta pequeña localidad costera, entonces poco transitada por turistas,
que resultaba ser el punto más cercano de la isla a los dominios continentales
del eterno enemigo yanqui. Ambos contertulios habían sido puestos en libertad
hacía poco junto a otros reclusos porque el gobierno no tenía dinero para
alimentarlos en las cárceles. La animada fiesta acabó de repente ante el
inminente inicio de una Rendición de
Cuentas, una especie de reunión de la comunidad de vecinos donde el
presidente y el administrador eran los miembros de la dirección local del Partido,
que rápidamente montaron un escenario para el acto presidido por retratos de Fidel, El Che y José Martí
envueltos en la bandera patria. Nadie osaba presentar queja alguna, pero ante
las preguntas de la junta directiva alguien se atrevió a recordar que hace un
mes les habían prometido que pronto volverían a tener agua corriente en sus
casas y que llegarían bombonas de gas. El máximo dirigente del acto puesto en
pie arengó a la cuadra; compañeros,
sabéis que la Revolución exige sacrificio…!!!, después de recordar que todos los males
provenían del bloqueo imperialista, los asistentes prorrumpieron en una sonora
ovación y el acto se dio por finalizado, no sin apuntar debidamente el nombre y
apellidos de aquel que había presentado su queja. Ya caída la noche, y
acompañados por uno de los vecinos de la cuadra pudimos ver desde lo alto de
una casa como alguien trataba de hacerse a la mar en una improvisada
embarcación, que a los pocos minutos fue interceptada por la Policía
Revolucionaria.
Seguimos
camino hacia Cienfuegos después de agenciarnos un Lada, último modelo socialista, que abastecíamos de combustible
clandestino en casas de conocidos cubanos. Durante el trayecto asistimos a una
actuación de los Van Van, la banda
icono del son cubano nacida en 1969 que debe su nombre a una campaña
institucional para superar el record de recolección de caña de azúcar. Con el
estómago vacío por la imposibilidad de encontrar comida ni en el mercado negro ni
en cualquier otra parte, hicimos noche en un piso prestado por un veterano de
las tropas que intervinieron en el Congo
a las órdenes del comandante Guevara.
Y al final, ante mi insistencia por visitar todos los emblemas del turismo
político llegamos a playa Girón en la
Bahía de Cochinos, un gran cartel
recordaba que allí se había producido la primera
derrota del imperialismo en América Latina. Los restos de la batalla se
conservaban como reliquias que evocaban aquella intervención de exiliados
cubanos patrocinada por la CIA con
la bendición del presidente Eisenhower,
que su sucesor Kennedy dejó fracasar
por falta de apoyo aéreo en el 61. Un fiasco que jamás perdonó la gusanera de Miami, como el régimen de
los Castro denominaba oficialmente
al exilio instalado cómodamente en Florida. Tampoco en 2014 el sector más reaccionario ha visto con buenos ojos que otro demócrata,
Barack Obama, haya derribado 53 años
después el último muro americano de la guerra fría con el inicio de relaciones entre
Estados Unidos y la isla, convirtiéndose en el primer inquilino de la Casa Blanca en hablar con un máximo dirigente
de la revolución cubana. Y todo con la ayuda del que porta Las sandalias del pescador, como en la película protagonizada por Anthony Quinn la mediación de un Papa
bueno, en este caso americano y de nombre Francisco,
ha servido para que dos enemigos irreconciliables puedan hacer historia. Un
acercamiento que facilitará la entrada del capitalismo más fresco a la isla,
falta saber si siguiendo el modelo chino de dinero
sí, pero derechos humanos y libertades ya veremos mientras los eternos
disidentes esperan la liquidación del régimen. Los tiempos corren de otra
manera en Cuba, hace mucho que no hay misiles con cabezas nucleares apuntando a
los vecinos ricos del norte, ahora los empresarios y grandes multinacionales
apuran la cuenta atrás para el lanzamiento de sus inversiones hacia una isla
ansiosa de cambios. El futuro determinará los efectos de la onda expansiva.