EL VOTO DEL
VOLCÁN
Nubes
espesas enturbian el día que adquiere cierto tono apocalíptico a medida que los
rayos del sol horadan el manto algodonado que lo cubre. Nada es lo que parece y
la mañana, apacible y radiante, se despereza poco a poco mientras la
temperatura comienza a aumentar paulatinamente, sin prisas.

La
vegetación languidece hasta desaparecer, entre océanos de magma que hace
millones de años hicieron surgir las islas Canarias de las profundidades. Nos
enfrentamos a un paisaje abrumador, basto y salvaje por su sencillez angosta y
quebradiza belleza. Atónitos dirigimos la mirada a la cumbre que nos espera
impertérrita con una majestuosidad que asombra.
El ascenso
obligatoriamente lento recuerda la necesidad de aclimatarse a la altitud. 3.718
metros son muchos pasos, sólo subimos a pie poco más de 500, los últimos
mientras los efluvios de azufre recuerdan la asombrosa fuerza que se esconde en
las entrañas de la Tierra. Todo ese espectacular conjunto que la naturaleza ha
trabajado con paciencia durante vidas enteras peligra ante la aparición de una
amenaza de apariencia insignificante, una anécdota en la larga historia del
planeta pero que en sus pocos miles de años de existencia ha cambiado más
drástica y rápidamente la fisonomía del mundo que habita que cualquier otro
fenómeno anterior. El ser humano ha destruido bosques, ha arrancado montañas,
ha secado ríos y succiona cada día todos los recursos naturales que puede como
un parásito a su presa. Somos un huésped de paso que se ha quedado con la casa
en una frenética y suicida carrera llamada progreso, que se dirige hacía el
tejado mientras los cimientos de la vivienda se desmoronan devorados por la
marabunta de nuestra ambición desmedida.
